25, 26 y 27 de julio de 2025
Por J.H. Vega
Vallartazo, una aventura extrema
El día apenas despertaba, y nosotros ya teníamos el corazón latiendo a ritmo de adrenalina pura. Nos reunimos en Guadalajara a las nueve de la mañana, con nuestros vehículos preparados y listos para la emoción que nos esperaba en el Vallartazo.
Tras un rato de conducir hacia la entrada a la ruta, nos detuvimos en el último punto que nos permitió llenar tanques, ajustar la presión de neumáticos, bajamos libras sabiendo que, en unos minutos, el asfalto se convertiría en un recuerdo lejano. Lo que venía… era tierra viva, piedra suelta, lodo, y una ruta que no perdona errores.
Éramos una caravana salvaje: Jeeps musculosos, Jimnys ágiles, Broncos con alma de bestia, Tacomas listas para todo. Cada uno con su personalidad, cada uno con su historia… pero todos con un solo objetivo: conquistar la Sierra Madre Occidental por sus caminos más técnicos.
La primera subida nos recibió con zanjas profundas, grava suelta que se deslizaba bajo las llantas, y curvas cerradas donde el volante se volvía extensión del instinto. El terreno cambiaba y nos proponía un reto cada metro: de laja volcánica a tierra roja, de laderas abiertas a pasos estrechos bordeados de matorral, zanjas profundas y lodosas, pasos con precipicios… una locura de emoción.
Y ahí, en lo más alto del primer día, nos enfrentamos al Espinazo del Diablo.
Un filo natural que separa a los temerarios… de los turistas. Un camino de apenas unos metros de ancho, con caída libre a un costado, con una zanja profunda en curva, donde el más mínimo error te cobra factura. Adrenalina en estado puro. Respiraciones contenidas. Manos firmes sobre el volante, mirada fija al frente. Atendiendo el spoteo, avanzando constante y con los bloqueos preparados. Solo así se pasa.
Algunos necesitaron winch, otros eslinga. Todos… respeto absoluto por el terreno. Pero lo logramos, uno a uno, con el alma encendida y los corazones bombeando a mil.
Después vino el baile entre zanjas: aquellas con diferencia de altura brutal, que obligaban a calcular cada movimiento como si fuera una partida de ajedrez con la montaña. Curvas en contrapendiente, bajadas donde el vehículo parecía flotar sobre el vacío, y subidas donde el torque lo era todo.
Y entonces… lo inesperado, lo salvaje, lo divertido: el cruce del río.
Ya por la tarde, un nuevo reto se nos presentó, un tramo lodoso, desgarrado por las lluvias, con una corriente suave que cruzar para alcanzar un pasillo desgastado, lodoso, con fango donde cruzarlo y subir por el terreno erosionado era un reto que solo los más preparados podrían enfrentar. ¡Ahí sí que salió el verdadero carácter de cada piloto! Pocos lo cruzaron en un solo intento. La mayoría terminó slingado, arrastrándose entre coraje y fuerza, lodo cubriendo llantas y motores buscando tracción en el fondo del infierno húmedo.
Y cuando el camino se volvió más estrecho… y el lodo empezó a ganar terreno, supimos que era momento de aplicar la técnica, no la fuerza.
En una pendiente así, lo primero es mantener la calma y analizar la línea de ascenso. Nada de acelerones ciegos. El truco está en elegir la trayectoria con mayor tracción, normalmente sobre los bordes más firmes, o donde el lodo ha sido comprimido por otros vehículos. Pasamos a 4L – baja. Control total. Más torque, menos velocidad. Pisamos firme, con aceleración progresiva y constante, sin soltar. Nada de frenar a mitad de la subida, ni movimientos bruscos del volante. El volante firme, recto, y si el vehículo empieza a desviarse, se corrige suavemente, sin perder el impulso.
Si el vehículo pierde tracción, se puede hacer un leve zigzag controlado para buscar adherencia lateral… Y si eso no basta, ahí es donde entran las eslingas, las placas de tracción, o el buen winch… siempre con el equipo listo y el spotter adelante. En lodo… no se lucha, se negocia. Porque en estos terrenos, no gana el más fuerte… Gana el más preciso.
Y salimos. ¡Todos salimos! Enlodados y enteros, porque cuando hay pasión, compañerismo y experiencia… no hay obstáculo que nos detenga.
Al caer la noche, aún faltaba camino que recorrer y llegar a nuestro objetivo del primer día. El bosque espeso, los caminos serpenteantes, con zanjas que se ocultaban entre las sombras de la noche y los faros, eran nuestra guía hasta llegar alrededor de las 11 de la noche al Pueblo Mágico de Mascota. Entre callejones de piedra y aroma a leña, nos recibió la calma de un pueblo con historia minera y corazón montañés. Mascota no es solo un alto en el camino. Es un respiro con historia. Un Pueblo Mágico enclavado en el corazón de la Sierra Madre Occidental, a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar, entre montañas de niebla y laderas cubiertas de pino, encino y roble. Su nombre viene del náhuatl “Amaxacotlán Mazacotla”, que significa “lugar de venados y culebras”. Y aunque suene salvaje, hoy Mascota es un remanso de paz, con calles empedradas, techos de teja roja y casas que aún conservan el alma del siglo XIX.
Fundada en la época colonial, Mascota floreció como enclave agrícola, ganadero y minero, atrayendo a españoles y criollos por su riqueza natural.
Durante siglos, fue un punto clave entre Guadalajara y la costa, y su traza urbana aún guarda secretos del virreinato, como templos de cantera, casonas con portales y leyendas que susurran entre callejones.
La Iglesia de la Virgen de los Dolores, el Museo Arqueológico, los vestigios del Templo Inconcluso, y sus ríos y lagunas, hacen de este pueblo un rincón donde el tiempo se detiene… y la historia se respira.
Esa noche, algunos dormimos profundamente. Otros salimos por tacos al estilo regional: carne tatemada, tortillas recién salidas del comal y salsas que picaban más que la subida del día. Todo sabía mejor… después de tanta tierra.
A la mañana siguiente, con el cuerpo aun sintiendo la vibración del volante, tras un desayuno completo, nos reunimos a las afueras del pueblo y partimos hacia un nuevo reto.
El terreno cambió de nuevo. Nos adentramos en un bosque de transición, donde el verde era tan intenso que parecía salido de un sueño. Los árboles se cerraban sobre nosotros, y el suelo se volvió una trampa constante: lodo espeso, raíces resbalosas, y rocas del tamaño de hieleras ocultas bajo la maleza.
Y cuando pensábamos que ya habíamos visto lo más difícil… aparecieron los pasos estrechos, los declives marcados, los contrapendientes imposibles.
Hubo momentos en los que el vehículo parecía caminar de lado, buscando equilibrio en una línea milimétrica. Hubo momentos en los que tuvimos que improvisar, colocando troncos, piedras, ramas, lo que fuera, para asegurar el paso. La tensión era real, el riesgo también. Pero la emoción… era brutal. Adrenalina. Todo el tiempo. En cada giro. En cada obstáculo. En cada respiro.
Y así, poco a poco, descendimos. La altitud fue cayendo. El calor volvió a sentirse en la piel. El olor a mar comenzó a colarse entre los árboles. Y entonces… Puerto Vallarta.
Lo logramos. Dos días de ruta, tierra, piedra, lodo, agua, más de 200 km de ruta y amistad. Dos días donde los vehículos demostraron de qué están hechos… y nosotros también. Nos despedimos con el corazón lleno, el cuerpo cansado y el espíritu en alto. Y claro… con un buen plato de mariscos frescos frente al Pacífico, porque nadie termina el Vallartazo sin brindar por la aventura.
Esta ruta es parte de una tradición 4x4 que desde hace décadas conecta el altiplano de Jalisco con el mar. No es solo una travesía… es un ritual de montaña, barro y camaradería, reservado para quienes están dispuestos a ensuciarse, a esforzarse, y a superar cada reto con una sonrisa sobre un todo terreno.
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Somos Rutas y Aventuras 4x4, y te decimos con toda la emoción del mundo: ¡Nos vemos en la próxima!
Porque aquí no venimos a pasear… ¡venimos a conquistar el camino!