Rutas y Aventura 4X4
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Un día entre amigos y luciérnagas

19 de julio de 2025

Por J.H. Vega

La aventura comenzó temprano, con un gran clima.


Eran alrededor de las 9:30 de la mañana cuando llegamos al punto de encuentro, allá en las faldas del Iztaccíhuatl, en los caminos que salen desde el costado de Puebla. El aire estaba fresco, y olía a bosque mojado… a tierra viva.


Poco a poco fueron llegando los demás. Jeeps, Broncos, Jimnys, con motores listos para aventurarse en la montaña. Nos saludamos con el gusto de coincidir nuevamente en la aventura. Partimos tras una junta de pilotos y ajustar nuestros neumáticos para quienes lo requirieron.


Nuestro destino era claro: ascender por uno de los costados del Iztaccíhuatl, la mujer dormida. Ese volcán sagrado de más de cinco mil doscientos metros, el segundo más alto de México. Y aunque no llegaríamos hasta arriba, el camino prometía emociones.


Salimos en caravana. Motores encendidos, radios activos, una hilera inmensa de todoterrenos avanzando entre árboles y una mañana soleada increíble.


Zanjas profundas nos obligaron a tomar decisiones con técnica, lodazales que parecían tragarse las llantas. Rocas que te hacían pensar dos veces cada tracción. Hubo que usar eslingas, guiarse entre compañeros, confiar en el torque… y en la experiencia para algunos pasos.


Pero no todo era técnica. Mientras subíamos, el paisaje hablaba.


Encinos, oyameles, musgo, helechos. Aves que cantaban a lo lejos. Cada metro nos conectaba más con la montaña.


Después de varias horas de ascenso, alcanzamos un llano increíble. Un claro florido, cubierto de colores. Amarillos, lilas, naranjas… como si el Iztaccíhuatl quisiera darnos la bienvenida.


Nos acomodamos circularmente en los vehículos conforme íbamos llegando, y así disponer de un espacio donde preparar en frío o caliente los alimentos, hubo varias fogatas y varios traían su comida ya lista para servirse.


Era momento de compartir. Alguien sacó café caliente. Otro, tortillas con arrachera, salsas, en fin todos tenían algo delicioso y variado que compartir. Se escuchaban historias de rutas pasadas, bromas, risas. Todos contentos, unidos en la aventura en el llano, que por la nubosidad no permitía ver la cumbre del volcán, pero que todos sabíamos que ahí estaba.


Ya con el estómago contento, retomamos el camino. La ruta se abrió en una zona más plana, ideal para avanzar juntos y retomar el camino de la ruta para ahora descender, inicio la lluvia, pasando de una llovizna a una precipitación mas fuerte y terminando tras un rato, en el llamado Llano Grande.


De ahí seguimos camino hacia el Llano Chico donde nos acomodamos en fila, uno al lado del otro. Y ahí, bajo el cielo del volcán, hicimos la foto grupal. Una imagen que llevaremos con gusto en nuestro recuerdo.


Descendimos con cuidado, ya en camino hacia nuestro último destino: el avistamiento de luciérnagas.


Llegamos casi al anochecer. El bosque estaba húmedo, el suelo resbaloso, pero el aire se sentía limpio. Estacionamos y bajamos de los vehículos; nuestro guía nos pidió silencio. En silencio y sin luces comenzamos a caminar.


Entre árboles altos, niebla y tierra mojada, y entonces… ocurrió, una chispa. Luego otra. Y otra más.


De pronto, todo el bosque comenzó a encenderse. Cientos de pequeños puntos de luz danzaban entre ramas y arbustos.


Estábamos viendo a la Photinus palaciosi, una especie de luciérnaga endémica de México. Su luz es producto de una reacción bioquímica en su abdomen. Se llama bioluminiscencia. Y no, no genera calor. Es una luz fría. Perfecta.


¿Y por qué brillan? Romance. Es un ritual de cortejo. Los machos vuelan lanzando destellos. Las hembras responden desde la hierba. Es amor a primera chispa.


Nadie hablaba. Nadie quería interrumpir. Solo observábamos… maravillados en silencio y pequeños susurros de sorpresa. Un espectáculo natural, puro, sin pantallas. Solo nosotros, la montaña… y las luces vivas del bosque.


Al regresar, lo hicimos en calma. No por cansancio, sino por respeto.


Así fuimos abordando nuestros vehículos, para subirnos e iniciar el último tramo de regreso antes de despedirnos y que cada uno tomara rumbo a su destino, mirando al cielo, pensando que hay momentos que te cambian… aunque no hagan ruido.


Esa ruta no fue solo lodo y motores. Fue conexión. Fue aprendizaje. Fue naturaleza y asombro.


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