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06 de septiembre de 2025
Por J.H. Vega
¡Prepárense, aventureros! ¡Acompáñenme a revivir una jornada épica, un viaje en el tiempo y el terreno, siguiendo los pasos de los héroes de la Independencia!
El sol del sábado nos recibió con un abrazo cálido en San Miguel de Allende. Un crisol de máquinas rugientes se congregó: Jeeps imponentes, Broncos salvajes, Jimnys ágiles y Monteros robustos. Todos listos para devorar el polvo de la historia. Nos reunimos en esta joya colonial de Guanajuato, punto de partida de nuestra aventura por los Caminos Reales de la Independencia. La emoción se palpaba en el aire, un preludio de la aventura que nos esperaba.
Con el sol en lo alto, pusimos la palanca en marcha y dejamos atrás las calles de San Miguel. Nuestra primera parada fue el santuario de Atotonilco, oficialmente el Santuario de Jesús Nazareno. Este pequeño pueblo, geográficamente ubicado a unos 14 kilómetros de San Miguel de Allende, es un tesoro del barroco novohispano y un hito crucial en la historia de México.
Al llegar, nos invadió una sensación de solemnidad. Hicimos un recorrido breve por su centro y nos dirigimos a la iglesia, con sus impresionantes frescos y bóvedas. Pero nuestra razón de estar aquí iba más allá de la arquitectura: fue en este lugar, el 16 de septiembre de 1810, que el cura Miguel Hidalgo y Costilla tomó el estandarte de la Virgen de Guadalupe de una de las capillas. Este estandarte se convirtió, de la noche a la mañana, en la bandera y el símbolo de la naciente lucha por la Independencia de México. Sentir el peso de esa historia en el mismo lugar donde un lienzo se transformó en la insignia de la libertad fue simplemente increíble.
Con el corazón cargado de historia, apuntamos nuestros vehículos hacia el norte, con destino a Dolores Hidalgo. Aquí fue donde la verdadera aventura off-road comenzó. Abandonamos el asfalto y nos adentramos en las terracerías y caminos reales, las mismas sendas que hace más de 200 años resonaron con los pasos de los insurgentes.
El paisaje de la Sierra de Guanajuato nos regaló vistas grandiosas, paisajes de ensueño: cañones profundos, valles extensos y montañas que se perdían en el horizonte, donde el cielo azul se extendía sin límites. Las elevaciones de la sierra, formaciones geográficas imponentes, nos recordaban la orografía compleja que los héroes patrios tuvieron que sortear.
A medio camino, en un llano inmenso bañado por el sol, detuvimos el contingente. Era la hora de compartir y tomar los refrigerios. Bajamos de nuestro todo terreno y nos dedicamos a recargar energías: desde tortas y carnes frías hasta el humeante ritual de la parrillada improvisada. La camaradería era palpable; compartimos risas, consejos de manejo y la satisfacción de estar juntos, viviendo una aventura.
Tras el merecido descanso, la ruta nos puso a prueba. Nos internamos en tramos más técnicos. Las caídas de agua estacionales humedecían el camino, obligándonos a medir cada movimiento. Cruzamos ríos de poco caudal, donde las llantas salpicaban agua y lodo en una danza todoterreno. El camino se hizo más estrecho, flanqueado por acantilados que nos ofrecían vértigo y vistas panorámicas espectaculares de cañadas profundas. Los vehículos se lucieron, demostrando su capacidad para conquistar terrenos agrestes y desafiantes.
Finalmente, al caer la tarde, llegamos a nuestro destino. Habíamos recorrido kilómetros no solo de tierra y roca, sino de historia viva. La emoción y la alegría nos llenaban. Sentir el pulso de la patria al recorrer los caminos que forjaron nuestra nación, aquellos por donde corrió el ímpetu de la lucha insurgente, es una sensación que no tiene precio.
Llenos de satisfacción y con los vehículos cubiertos de la evidencia de la aventura, llegamos a una gasolinería. Ahí recargamos el combustible y, quienes lo necesitaron, inflaron sus neumáticos. Los abrazos y las despedidas no se hicieron esperar. Nos separamos con la promesa de la próxima ruta, llevando con nosotros la historia y la adrenalina del camino.
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